Hace mucho tiempo, tuve un vecino que puntualmente cada domingo prendía un fogón de leña fabricado improvisadamente con unos viejos ladrillos de barro y lo ubicaba justo al borde de el muro que separa las dos viviendas. Él preparaba en el fogón de leña, una libra de arroz, le echaba un quinto de aceite, medida que vendían para las personas que no les alcanzaba para comprar el tarro entero de aceite de cocina y también agregaba sal. El único inconveniente que tenía esta práctica, era que para hacer una libra de arroz, quemaba leña “verde”, lo que producía grandes emanaciones de humo de mal olor que gracias al viento, nos llegaba a la casa y la inundaba en cada esquina y cada rincón.
Esa fue de las primeras malas experiencias con mi vecino, una persona que en esa época, ya contaba con avanzada edad y pues en la actualidad ya descansa en paz.
Me convertí en uno de esos vecinos insoportables que luchaban por un medio ambiente más sano y libre de humo, y como buen rinoceronte, salía corriendo para apagar cuanta hoguera surgiera en el vecindario.
Pero ocurrió un suceso que cambió mi forma de pensar; cuando estaba en el supermercado buscando harina precocida de maíz blanco para preparar arepas, que no son más que masa de harina de maíz blanco con queso aplastada y asada en una parrilla, y me doy cuenta que la marca de harina había cambiado su empaque y noto que sufrió la triste fortuna de ser absorbida por una multinacional de comida. La llevé de todos modos. Estando en casa noto como su sabor era a plástico y su contextura era la de un caucho endurecido. Veo el empaque y ah sorpresa! Era importada de Malasia. El nuevo sabor se notaba, y no para bien. Ahí fue cuando decidí preparar la masa como me lo enseñaron los abuelos, y yo si recuerdo bien cuando de niño me ponían a desgranar maíz y luego a molerlo en moledoras que le hacía sacar macana a uno y era tan extenuante, que terminabas usando dos manos y tirando todo el cuerpo hacia adelante para hacer girar las aspas, terminar de moler el maíz y convertirlo en harina.
Salí a comprar el maíz en la plaza de mercado, y me sorprendió ver que ya lo vendían desgranado, lo cual me ahorraba tiempo y esfuerzo. Lo puse a remojar un día entero y haciendo cuentas, el proceso me aumentaba el consumo de energía, porque estamos hablando de hervir seis litros de agua para dos kilos de maíz blanco. Entonces me vino a la mente la solución más viable, teniendo un patio trasero, grandes cantidades de ramas y hojas secas, algunos ladrillos que sobraron de un arreglo de jardín, y debajo del lavadero, la olla grande de 20 litros golpeada por todos lados, luchadora de grandes batallas en paseos familiares a la orilla del río, podía prepararlo todo, en estufa de leña casera.
Armé una improvisada estufa de leña con los ladrillos y ubiqué en el centro un tronco grande, unas ramas al rededor y muchas hojas secas y “chamiza” para alimentar el fuego. Prendí una vela, y ayudándome de panales de huevo de cartón, prendí el fogón. Con tan mala suerte que uno de las ramas estaba verde y no lo había notado. Pero es solo que una rama no esté seca para producir cantidades incontrolables de humo, que empujado con un viento que no se de dónde salió esparció el humo hacia todas las direcciones, llegando a meterse en el patio de las casas de las vecinas, una gritaba como loca “Ese humo! Ese humo!” y la otra con más calma solo se le escuchaba decir que iba a llamar la policía. Esas multas son costosas. Me apresuré a darle oxígeno con una tapa grande para avivar más la llama y descubrí la rama verde, la saqué y la enterré en el suelo para que no siguiera humeando. Salvé la jornada; pero viendo el cielo solo interrumpido por mi humo que me dí cuenta de algo.
El destino es de esas cosas que se burlan de uno hasta la saciedad. Ahora resulta que yo soy ese vecino “quema leña” que tanto criticaba. Yo en ese momento me había convertido en aquel vecino que preparaba su libra de arroz. Ahora soy yo quien ha heredado el rencor de los nuevos vecinos, ahora soy yo quien ha lastimado sus bronquios cual fumador empedernido.
Allí estuve dos horas meditando, cuidando el fuego, echando más leña y pendiente que el humo no molestara más.
Valió la pena el riesgo, después de sacarle el agua, que sirve como bebida refrescante, molí el maíz con la ayuda de una procesadora de alimentos y la masa quedó tan tierna y natural, que todos los que comieron las arepas preguntaban que dónde había conseguido la masa, a lo que les dije con orgullo, que la había sacado del patio. Por supuesto me miraban raro.
Ahora mi tarea es aprovechar las tecnologías actuales en fabricación de estufas de leña, que aprovechan el máximo el calor y lo mejor de todo evitan la fuga desordenada del humo.
Cuando la tenga lista les contaré y les mostraré cómo me quedó. Mientras tanto, lavaré la olla y recordaré aquel vecino que luchó por conservar su tradición.